Rosario, Chayito, estaría cumpliendo 90 años el próximo 25 de mayo. Tuvo solo un hermano que murió en su infancia, con él perdió mucha de su alegría, era el cómplice de sus juegos y travesuras. Después la niña Rosario fue sobre protegida (“no le vaya a pasar lo mismo que a Mario, su hermano”) y, al mismo tiempo, fue olvidada por sus padres. Cerca de su corazón estuvieron su nana y su cargadora, mujeres que le enseñaron a ver el mundo de otra manera, una forma mágica que le permitió comprender el mundo indígena, que le hizo ver en lo profundo, desentrañando las causas de su dolor y de su lucha. De ahí nace su escritura neoindigenista, de esa revelación, quiso compartir las historias que veía, que escuchaba, que vivía y las iluminó con su asombrosa inteligencia, con esa chispa irónica que detonaba como un arma ingeniosa.
También se puso en acción, dejó en la Ciudad de México a los amigos intelectuales, los honores y la seguridad para viajar a Chiapas y trabajar en el Instituto Indigenista. Ahí se incorporó al proyecto de teatro guignol Petúl, que en Tzotzil quiere decir Pedro. En un afán educativo, Rosario escribió guiones para ser representados en las comunidades, para hablarles de tú a tú, en su lengua, con la voz de uno de su pueblo.
La joven Rosario se subía a un caballo y acompañaba a sus compañeros para llegar a las comunidades indígenas de la mano de Petúl, pequeño y extraordinario ser del que da cuenta el antropólogo Carlos Navarrete, de sus andanzas, como un ser vivo capaz de cambiar ideas, de hacer reír, de hacer pensar.