Rosario, Chayito, estaría cumpliendo 90 años el próximo 25 de mayo. Tuvo solo un hermano que murió en su infancia, con él perdió mucha de su alegría, era el cómplice de sus juegos y travesuras. Después la niña Rosario fue sobre protegida (“no le vaya a pasar lo mismo que a Mario, su hermano”) y, al mismo tiempo, fue olvidada por sus padres. Cerca de su corazón estuvieron su nana y su cargadora, mujeres que le enseñaron a ver el mundo de otra manera, una forma mágica que le permitió comprender el mundo indígena, que le hizo ver en lo profundo, desentrañando las causas de su dolor y de su lucha. De ahí nace su escritura neoindigenista, de esa revelación, quiso compartir las historias que veía, que escuchaba, que vivía y las iluminó con su asombrosa inteligencia, con esa chispa irónica que detonaba como un arma ingeniosa.
También se puso en acción, dejó en la Ciudad de México a los amigos intelectuales, los honores y la seguridad para viajar a Chiapas y trabajar en el Instituto Indigenista. Ahí se incorporó al proyecto de teatro guignol Petúl, que en Tzotzil quiere decir Pedro. En un afán educativo, Rosario escribió guiones para ser representados en las comunidades, para hablarles de tú a tú, en su lengua, con la voz de uno de su pueblo.
La joven Rosario se subía a un caballo y acompañaba a sus compañeros para llegar a las comunidades indígenas de la mano de Petúl, pequeño y extraordinario ser del que da cuenta el antropólogo Carlos Navarrete, de sus andanzas, como un ser vivo capaz de cambiar ideas, de hacer reír, de hacer pensar.
En la calle de la Soledad
Había una enorme papelería, con libros y juguetes, ahí vivía yo, literalmente, vivía, pasaba mis tardes y permanecía hasta muy entrada la noche entre cuadernos, lápices, libros para iluminar, un gato amarillo y muñecas de vinilo,entre otras muchas maravillas. Una de ellas, la más extraordinaria, era mi mamá, su cálida presencia se hacía sentir desde que subías el primer escalón de “Cuadernos mexicanos” (nombre mítico del lugar), ella era el alma, la vigilante y el corazón que te recibía con múltiples regalos para cada día: nuevos libros de la maravillosa editorial Sopena, más muñecas para recortar y guardar entre las páginas de los libros de texto (sobre todo el de Español), más historias de la gente que venía a platicar, más risas y, por supuesto, diversiones y chismes. He jugado al escondite, a la liga de detectives (a la que mi hermano Alfonso renunció porque olvidó la clave secreta para entrar al escondite y nosotros fuimos inflexibles). Jugamos con el mejor carro de baleros del mundo que nos construyó mi hermano Héctor y los golpes que recibíamos cuando había una vuelta pronunciada nos templaron el ánimo porque el llanto se convertía en risa, de miedo, sí, pero risa. No todo era diversión, trabajamos duro también, atendíamos la caja y teníamos que hacer cuentas, había que despachar mercancía, aprender precios y envolver para regalo, eso nunca fue mi fuerte, mi hermana Elia era la experta, la artífice, sus moños eran los más bellos del mundo.
Cuando cumplí siete años me diagnosticaron hepatitis, una enfermedad horrible y espantosa que tenía una sola ventaja, podía comer todos los dulces que quisiera y al Mercado de los Dulces fue mi papá para comprar los más divertidos y deliciosos que pudo encontrar, mi mamá los puso sobre una charola y mis hermanos desfilaron dóciles para tomar algunos. Justo ese año yo debía aprender a leer en la escuela, la profesora Clementina le advirtió a mi mamá que lo más seguro es que yo fuera a reprobar el año. Me llevaron los libros a casa y abrí el de Español, estaba decidido: yo iba a leer esa primera lección sobre una tienda con juguetes mexicanos, yo iba a saber qué decía esa página sobre los dos niños que la veían con ilusión y esperanza como yo, porque, como ellos, tenía una vida asomada a las vitrinas de Cuadernos mexicanos, imaginando mil cosas a partir de sus peluches, pelotas y coches de todos los tamaños. Y aprendí, encerrada dos meses en un cuarto, preguntando, necia, obstinada, aprendí a leer y fue el punto de partida para otros mundos, nuevos conocimientos, muchas aventuras. Estoy segura de que por eso amo la Literatura infantil y juvenil, porque deseo ser una de sus emisarias, tengo la certeza de que el juego y la lectura se hermanan, que uno y otra nos enriquecen y nos hacen la vida mucho más feliz.